21 nov 2007

Exabrupto

Toda la noche lloviendo. Al amanecer, el agua saturaba el aire, combaba los libros, empapaba las ausencias. Junto al balcón un mínimo océano buscando su orilla. Al cerrar, la humedad se silenció. Y comencé a recoger el agua intrusa, la desembocaba al cubo, la oprimía, la retorcía; ella se deshacía para volverse a componer una vez dentro, más fuerte que yo. Y seguía entrando, poco a poco, inmortal, haciendo que el suelo seco se retirara, retrocediera, quedando arrinconado allá al fondo, ya herido y hace tiempo en vano rendido. Hasta morir anegado. Derrotado éste, era el turno de las paredes, del ordenador, de las cajas, de la mesa baja y el móvil y las revistas y la cartera y las tarjetas y las gafas y el tabaco. Afuera paró la tormenta y ya flotando contemplé a la gente rehacer sus vidas, cerrar los paraguas, recibir los primeros rayos. Adentro el agua seguía necesariamente subiendo. Me sumergí y miré hacia la calle y vi que el sol se cebaba con el último charco del pavimento. En ese momento las primeras gotas se derramaban por el techo.

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